Unos apuntes sobre el Free Cinema inglés
Archivado en: Inéditos cine, Free Cinema
Merced a una estancia en París en julio de 1980 que me maravilló hasta el punto de hacerme caer rendido ante la cultura francesa, la piedra angular de mi cinefilia ha sido el estudio entusiasta, para su posterior exaltación, de la Nouvelle Vague. He prestado tanta atención a aquellos cineastas galos que apenas he atendido a sus homólogos del otro lado del Canal de La Mancha: el Free Cinema inglés. Ciertamente, ya en los albores de mi gran pasión, recuerdo haber dado cuenta de If (Lindsay Anderson, 1968), la última cinta de aquel repertorio británico, en una de las emisiones de La Clave, el legendario espacio televisivo de José Luis Balbín. E incluso antes, allá por el año 74, cuando tan sólo era un mero espectador, en base a una pasión anterior a la del cine, la que me inspiraba el rock, vi por primera vez, en otra emisión televisiva, Qué noche la de aquel día (1964). Aunque es obra del norteamericano Richard Lester, algunos comentaristas la incluyen en la nómina del Free Cinema y a mí me parece acertado. De hecho, el El Knac... y como conseguirlo, la excelente y estimulante cinta que Lester estrenó en el 65 y yo vi veinte años después por primera vez, es uno de los títulos canónicos tanto del repertorio del Free Cinema como del Swinging London.
Por lo demás, no fue hasta primeros de este nefasto siglo, cuando me hice con la edición en DVD de varios títulos señeros del Free Cinema -Un lugar en la cumbre (Jack Clayton, 1958), Sábado noche, domingo mañana (Karel Reisz, 1960), El animador (Tony Richardson, 1960), La soledad del corredor de fondo (Tony Richardson, 1962)...- cuando empecé a estudiar sistemáticamente esta pantalla británica. Ya en los últimos meses he conseguido hacerme con el resto del repertorio original -Un sabor a miel (Tony Richardson, 1961), Esa clase de amor (John Schlesinger, 1962), El ingenuo salvaje (Lindsay Anderson, 1963), etc., etc.- y tras su visionado, concluyo algunas reflexiones que paso a consignar. Creo enmendar así esa ausencia del Free Cinema, de la que adolecían mis primeras conversaciones cinéfilas, sobre la que llamó mi atención un compañero en una escuela de cine a la que asistí. No recuerdo el nombre de aquel contertulio, del centro sí.
"Jóvenes airados" fue a llamar la prensa a esos nuevos realizadores británicos, igual que al otro lado del Canal y en esos mismos años, se decía "jóvenes turcos" a los cineastas de la Nouvelle Vague cuando ejercían la crítica cinematográfica en Cahiers du Cinéma. Con "airados", al igual que con "turcos", se iba a expresar el afán de ruptura de las nuevas pantallas. Ahora bien, la de los franceses, básicamente fue en las formas; la de los ingleses en el fondo. Vaya por delante mi elogio a los británicos, junto con los galos fueron la más sobresaliente de las nuevas cinematografías surgidas en la encrucijada que llevó al mundo de los años 50 a los 60.
Son muy pocos los que aún se acuerdan de la Nueva Ola checa: el Milos Forman anterior a Hollywood, Věra Chytilová, mi dilecto Jiří Menzel. El Cinema Novo brasileño -Glauber Rocha, Nelson Pereira Dos Santos, Ruy Guerra-... quedó en muy poca cosa con el curso del tiempo. Poco más o menos, ése es el caso en la propia España del Nuevo Cine español de los años 60: Basilio Martín Patino, mi amigo Francisco Regueiro, Miguel Picazo, profesor en aquella escuela cuyo nombre prefiero no decir. El destino último del Free Cinema, cuyas películas, por lo general son cintas de enjundia y buena factura, no fue mucho mejor.
En fin, de todos los nuevos cines surgidos en la segunda mitad del amado siglo XX, sólo ha transcendido en la historia del medio el francés. Ya lo hizo en su momento, pues la Nouvelle Vague fue el modelo a imitar por el resto de las nuevas pantallas. A excepción del Free Cinema, que tuvo su norte en el nuevo teatro que se estrenaba desde mediados de los años 50 en los escenarios del West End londinense. Fue precisamente uno de los dramaturgos más destacados de aquel periodo, John Osborne, a quien la crítica definió como "un joven airado" tras el estreno de Mirando hacia atrás con ira, su pieza más destacada en la cartelera de 1956. Por llegar aún la adaptación a la pantalla de esta misma obra en 1959 bajo la dirección de Richardson, hoy una de las cintas canónicas del Free, fue Osborne quien, apropiándose del nombre que le había puesto un crítico -muy probablemente para desdeñar su obra- lo hizo extensible a toda su generación. Contaban entre ellos autores tan destacados como Harold Pinter, Kingsley Amis y, con un poco de manga ancha, hasta Samuel Becket.
Era tanto su clamor de indignación contra los modos y las formas de la sociedad británica que el teatro se les quedó pequeño para expresar su ira. Así, ese mismo año 56, en el British Filme Institute tras la proyección de Momma don´t allow, de Reisz y Richardson, un cortometraje de aquel mismo año sobre un club de jazz que venía haciendo furor desde el 46 entre los jóvenes londinenses, y otros documentales breves, Osborne leyó el manifiesto de Los jóvenes airados en el que abogaba por llevar a la pantalla los mismos planteamientos que ya se estilaban en los escenarios.
Aquel documentalismo de la primera sesión -heredero del espíritu de John Grierson y la escuela documentalista británica de los años 30-, que se haría extensible a todas las cintas de ficción, fue lo más genuinamente fílmico que había en el Free Cinema. Por lo demás, hablamos de una pantalla eminentemente teatral. De hecho, la Woodfall Film, la productora que posibilitó la mayoría de las cintas del repertorio canónico, fue una empresa de Osborne.
Como sabe el lector habitual de esta bitácora, detesto con toda mi alma el cine contaminado por el teatro. Si la pantalla no hubiera partido con el escenario nunca hubiera descubierto su auténtico lenguaje, que no es otro que la fragmentación de la narración en planos. Pese a ello, he procurado pasar por alto el lastre teatral del Free Cinema -evidente, por ejemplo, en todas las secuencias de Un sabor a miel que transcurren en la casa de Jo (Rita Tushingham)- por la solidez de su puesta en escena. Con todo, acaso sea ese lastre teatral la causa del irrelevante papel que ha jugado el Free Cinema en la historia del cine. La Nouvelle Vague, sin duda debido a que sus integrantes fueron cinéfilos y críticos antes que cineastas, fue eminentemente cinematográfica. Godard, su heraldo, ya en su primera película -Al final de la escapada (1960)- llevó a cabo una verdadera deconstrucción del lenguaje fílmico que le ha seguido ocupando hasta nuestro nefasto siglo XXI. Por no insistir en aquello de que la Nouvelle Vague divide en un antes y un después la historia del cine universal. Hasta Hollywood registró sus influencias.
En el Free Cinema -a diferencia de la Nouvelle Vague, que básicamente rompe con las formas- hay que valorar el fondo: su afán de ir contra los convencionalismos de una de las sociedades más clasistas del mundo: la inglesa. Puestos a ello, el arribista de baja estofa que quiere medrar es casi un prototipo de esta pantalla. Hablamos de personajes como el Joe Lampton (Laurence Harvey) de Un lugar en la cumbre, el Frank Machin (Richard Harris) de El ingenuo salvaje o el Danny (Albert Finney) de Night Must Fall (1964). El arribista es un prototipo de largo recorrido, no sólo en el cine, en toda la historia de la ficción basada en la realidad. Pero, si cabe, pocas veces ha sido retratado con el acierto que se hace en el Free Cinema inglés. Porque, como tan a menudo en la vida misma, los arribistas de esta pantalla británica siempre acaban siendo descubiertos y derribados por aquellos entre quienes pretendían medrar.
No hay duda de que una de las características del Free Cinema es que arremetían contra la sociedad establecida mediante la baja extracción social de sus protagonistas. Pero esto es algo que se venía viendo, desde el naturalismo de Emile Zola -en lo que a la novelística decimonónica se refiere-; y si hablamos de cine, desde el neorrealismo italiano -otra reconocida influencia del Free Cinema- el proletario venía siendo una suerte de nuevo héroe. Ahora bien, en aquella nueva pantalla inglesa que nos ocupa, más que un nuevo héroe, el paria fue un nuevo antihéroe, un nuevo perdedor. De nada le sirve al bueno de Frank Machin arramblar con todos los objetos del aparador de su patrona cada vez que se enfada con ella. Acaba la película siendo el mismo animal que es al final del primer partido de rugby, deporte que le proporciona la gloria porque en su práctica es todo un campeón.
Más novedoso, para hace sesenta años claro, es el planteamiento de cuestiones como los problemas que creaban en las parejas los embarazos no deseados -Esa clase de amor, Un sabor a miel, La habitación en forma de L (Bryan Forbes, 1962)- una verdadera tribulación en todas las sociedades occidentales de entonces que el Free Cinema acomete sin sentimientos fáciles, con un documentalismo ejemplar.
Tampoco faltan, entre las características propias de esta pantalla, la inclusión entre sus repartos de los primeros rostros de color, fiel reflejo de muchos de los emigrantes de la Commonwealth que empezaban a instalarse en el Reino Unido. Acuso, por último -y muy gratamente- lo habitual que es, ya desde Momma don´t allow, la presencia del jazz en el Free Cinema. Es la música que escuchan sus protagonistas. No en vano, entonces era la música favorita de la juventud, aunque ya se acercaban esos años en que su lugar habría de ser ocupado por el rock. La afición al jazz también era un ariete contra la música autodenominada "culta" y el resto de las melodías de la sociedad establecida.
Al final fue su alta calidad la que acabó finiquitando al Free Cinema. En su conjunto, fueron cintas que no tardaron en llamar la atención de Hollywood. Al punto, conforme a su fea costumbre de vampirizar cualquier cinematografía de habla inglesa que destaque, aquella excelente pantalla británica acabó, en bloque, en Estados Unidos. Schlesinger, tras estrenarse al otro lado del Atlántico con la estimable Cowboy de medianoche (1969), acabó firmando títulos tan dudosos como comerciales. Verbigracia, Ojo por ojo (1996). Lindsay Anderson hizo otro tanto en Las ballenas de agosto (1987). Karel Reisz, quien, en Morgan, un caso clínico (1966) fue el único que apuntó maneras en el sentido de esas realizaciones rupturistas de Godard, empezó a perder el norte recién llegado a América con Nieve que quema (1978).
El caso de los actores fue aún peor. Qué decir del derrotero estadounidense de Richard Burton, impecable intérprete de Mirando hacia atrás con ira. A buen seguro que el mismo prefería sus borracheras junto a Elizabeth Taylor que toda su filmografía posterior a Castillos en la arena (Vicente Minnelli, 1965). Por no hablar de Richard Harris, que pasó de arramblar con todo lo que había en el aparador de su patrona en El ingenuo salvaje al dudoso western Un hombre llamado caballo (Eliot Silverstein, 1970) y la interminable lista de películas, meramente comerciales, que protagonizó hasta el final de su carrera. El Free Cinema inglés fue grande. Pero su destino último fue el mismo que aguardaría al nuevo cine australiano de los años 80, que en su momento nos gustó tanto: acabar absorbido y diluido por Hollywood.
Publicado el 22 de enero de 2021 a las 13:45.